El profesor
Homenaje a los profesores con cojones; a los profesores de verdad.
Javier Calles-Hourclé
2/24/20223 min read
Eran las siete y cinco de la tarde, veinticinco minutos antes del horario convenido. Subí al Renault 12 de mi padre y me dirigí hacia su casa con los nervios del primer examen. Hacía dos años que no volvía a Bahía Blanca, casi el mismo tiempo en que la palabra COVID entró en escena, siete que vivía en el exterior y veintitrés en que, diploma bajo el brazo, cruzaba el umbral del teatro Don Bosco como flamante bachiller.
Toqué timbre unos minutos antes de las siete y media e, inmediatamente, el profesor abrió la puerta invitándome a pasar tras un afectuoso saludo. Tomamos asiento junto a la mesa familiar del comedor y, bajo la peculiar mirada de la florentina Lisa Gherardini del Giocondo que colgaba de una de las paredes, comenzamos por ponernos al día y recordar. Hablamos de Argentina, España e Italia, de Valladolid, Bassano del Grappa y su puente, de música y literatura, de historia, política y actualidad, del querido colegio Don Bosco, sus alumnos y docentes, de la vida y las vueltas que da. Dos valiosas horas que fueron tan cortas como gratificantes.
Mientras escribo estas líneas tomo consciencia de que, en el improbable caso de que los pixeles de la pantalla del smartphonede algún centennial lleguen a proyectar este texto y de que el joven en cuestión decida invertir los minutos necesarios para leerlo, ¿cómo explicarle la ilusión de reencontrarme con un antiguo profesor del secundario durante mis vacaciones? Podría empezar diciendo que el profesor Guglielmin es un caballero culto y educado, un raro caso de docente estricto y querido a la vez, además de un hombre consecuente con sus pensamientos, los cuales ha transmitido según su honradez intelectual en el aula y, desde hace algunos años, a través de notas en medios gráficos de alcance nacional y local. Pero sin detenerme más en su persona, para no incomodar su natural modestia, y dejando de lado la motivación de tener una interesante conversación con un respetable profesional del aula, había una cosa más que me impulsaba. Gratitud.
En tiempos de demagogia escolar, en los que iluminados ministros de educación proponen la selección de abanderados por aclamación popular y otras genialidades —me pregunto si estarán trabajando en la derogación de la ley de la gravedad, así no frustramos a los niños que empiezan a caminar—, donde palabras como disciplina y autoridad son sinónimos de represión y fascismo, y en los que las funciones de un docente han dejado de ser enseñar y calificar para pasar a contener y comprender. Tenía la perentoria necesidad de hacer un simbólico acto de justicia reconociendo su buen hacer. Hablo del trabajo de honrados docentes como Cabrera, Pico, Danna, Pugliese, Icardo, Fittipaldi y otros tantos no listados por traición de la memoria. Gente comprometida y valiosa que llevó adelante su trabajo con vocación y eficacia; lo cual, unido al esfuerzo de familias presentes y al mérito propio, contribuyeron a la gestación del buen producto académico en que nos hemos convertido muchos de sus alumnos.
Como se suele decir “en la cancha se ven los pingos” y la cancha es el mercado laboral globalizado que lleva años entre nosotros. El teletrabajo es ya una realidad, y si se aspira a un puesto de calidad bien remunerado en el altamente competitivo sector privado, hay que vérselas con pingos de cualquier rincón del planeta que, sentados detrás de sus computadoras, esgrimen grados o posgrados de prestigiosas universidades, experiencia previa y hablan inglés con fluidez. Por lo tanto, mi querido centennial, si por casualidad has llegado a este párrafo, ten por seguro que el día que te entreviste un jefe de departamento de una empresa, te desestimará sin importarle un rábano tus sentimientos y frustraciones de no ser el profesional cualificado que requiera. Y ese día, habrás querido estudiar con un profesor de verdad.
Artículo publicado en Periódico Nuevo Ático el 22 de marzo de 2022. Disponible aquí.