La pelota

Reflexiones tras la resaca mundialista.

1/5/20234 min read

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a locker room with a number of shirts hanging on the wall
a locker room with a number of shirts hanging on the wall

Es cierto. Algo nos pasa con la pelota. Con la pelota y con los veintidós que pugnan porque ella les obedezca. Es cierto también que no a todos, ni con la misma intensidad, pero hasta para los más indiferentes el fútbol es algo más que un deporte. Es un elemento presente en la literatura, el humor, la música, el lenguaje cotidiano y nuestra cultura en general.

No creo que sea una cuestión estadística, pero los números insinúan algo. La Argentina ocupa el quinto puesto entre los países con más clubes profesionales (103) por debajo de México (266), Brasil (130), Turquía (126) e Inglaterra (111), y el cuarto en cantidad de jugadores profesionales (3920) detrás de México (9753), Brasil (9177) e Inglaterra (5935), según el informe de la FIFA Professional Football Report 2019. Además, Buenos Aires es la ciudad con más estadios de fútbol del mundo (18), llegando a 61 si se considera el área metropolitana; de los cuales 31 albergan capacidad para más de 10.000 personas, según afirma el historiador Julio Frydenberg a El Grito del Sur en su nota del 12 de julio de 2022. En cuanto a lo histórico, la Asociación del Fútbol Argentino, fundada en 1893 por el escocés Alexander Hutton, es la más antigua del continente y la octava del mundo. Eso sin considerar la efímera Argentine Association Football League de 1891 que desaparecería en apenas 11 meses ­—para no perder esa vieja manía refundacional que tanto nos gusta—.

Confieso que en mi familia no somos futboleros. Excepto por un abuelo que, según cuenta mi padre, catapultaba la radio al medio del campo cuando perdía River, en casa nunca nos desveló el fútbol. Y, por lo tanto, no tuve «el codificado» —para los centennials: una antigualla que expandía los canales del cable y costaba un riñón—, no iba a la cancha, encajaba sin enfado las bromas del rival de turno en caso de derrota, apenas ojeaba el suplemento deportivo de La Nueva Provincia y, para rematarla, tenía dos adoquines por pies. Con el tiempo y los amigos me fui interesando más, empecé a «entender» algo, a ir al Carminatti, a fastidiarme moderadamente con las derrotas y hasta llegué a jugar sin ser una desgracia para mi equipo en la canchita de cinco. Sin embargo, había una excepción: cuando jugaba la Argentina.

No entiendo por qué, pero cuando juega la selección y, en especial, cuando la selección juega el mundial, algo se activa en nuestra fisiología. Algo que excede lo psicológico y que dispara una respuesta orgánica; tal vez forjada durante la infancia a través de imágenes de gente apiñada frente al televisor del escaparate de una casa de electrodomésticos, de señores con la Spica forrada de cuero pegada a la oreja, de restaurantes en los que nadie tocaba bocado ni despegaba la vista del televisor de tubo colgado en la pared, de bocinazos con cada gol, de papelitos en las tribunas y de la celeste y blanca por todas partes que, como las rocas sedimentarias, se consolidan dando forma a nuestra idiosincrasia. Así, por algo tan irrelevante como una pelota y a pesar de tener suficientes razones socioeconómicas para no serlo, el pasado 18 de diciembre sufrimos, nos emocionamos y, finalmente, fuimos felices.

Como es lógico, desde la obtención del ansiado tercer título, las crónicas sobre la hazaña deportiva, el trabajo de los jugadores de la selección y su entrenador, y el deseado encuentro entre Lionel Messi y la copa del mundo han inundado la prensa y las redes sociales. Menos lógico han sido los ríos de tinta y los campos de píxeles ennegrecidos para discutir conceptos interesados, mezquinos y hasta irracionales. En especial el tironeo que la política, cual matrimonio en divorcio, ha ejercido sobre la figura de Messi y la selección a través de torpes piruetas literarias, vergonzosas extrapolaciones personales y exaltados discursos patrioteros contra enemigos imaginarios intentando, sin éxito, llevar agua para un desvencijado molino.

También han llovido duras críticas por las burlas hacia el entrenador y los jugadores neerlandeses, la aspereza de ese encuentro, las burlas a Mbappé, el insólito festejo de Emiliano Martínez en la premiación, los innecesarios exabruptos y los desmanes durante los festejos en Argentina. Algunas tan desproporcionadas como ridículamente defendidas. Como si fuese imposible tener una opinión razonable y no cupiese nada fuera del posicionamiento antagónico entre la condena al oprobio público o la infalibilidad pontificia para los acusados. Ángeles o demonios. Todo muy propio de estos tiempos de doscientos ochenta caracteres y poca reflexión.

Tal vez, cuando baje la espuma de la resaca mundialista, veamos sobre la arena que después de todo sólo se trata de unos muchachos que, no exentos de errores evitables, pero con talento, sacrificio y algo de la necesaria fortuna, sin barro político, sin enemigos ni conspiraciones y sin patrioterismo barato, pero con la voluntad de representar a su país; que, con una simple pelota, nos hicieron sonreír.

Artículo publicado en Clarín el 19 de marzo de 2023. Disponible aquí. También en Periódico Nuevo Ático el 5 de enero de 2023. Disponible aquí.