La ciudad de azúcar

Entrevista en el Museo del Dulce del Dulce, Cubero, a días de su cierre en Valladolid.

6/15/2023

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Cuando llegué a Valladolid, además de los lugares emblemáticos de la ciudad, alguien me recomendó el Museo del Dulce; y, cuando finalmente lo descubrí escondido en una confitería, me intrigó mucho y me pareció increíble.
—Pues esto es; que, por cierto, estamos en el libro Guinness de los récords porque no existe otro en el mundo. Hay de chocolate y de otras cosas, pero no como este.
¿Esto es azúcar?
—Si, es azúcar, que en pastelería se llama pastillaje, y es una mezcla de azúcar glas, glucosa y clara de huevo. Es una masa muy maleable, pero hay que trabajarla rápido porque enseguida se seca. Además, las bases de los concursos establecen que absolutamente todo tiene que ser comestible. Entonces, mi padre consiguió algo que no se había logrado en pastillaje, que fue conseguir el color del granito, el de la madera, las vetas de la madera, el color de las tejas de pizarra y el del hierro.
Los pasteleros también decían que era imposible hacer unos barrotes tan finitos en pastillaje y que no se rompieran. Decían que eso tenía truco, que seguro que por dentro habría alambre. Y en uno de los traslados, no sé si de Valencia a Barcelona, se rompieron los barrotes de la reproducción de la Universidad de Valladolid, y mi padre los dejó así para que se viera que no había trampa.
¿Tu padre aprendió esto en algún lugar o fue un autodidacta?
—Mi padre era un artista. Empezó a dibujar con dieciocho o veinte años e hizo un montón de dibujos; muchos están expuestos en la pastelería. Y, como él era un artista, lo trasladó a su oficio que era la pastelería. Antes de empezar todas estas obras estuvo investigando qué material podría ser más perdurable en el tiempo. Investigó con el chocolate, que no podía ser porque es un fruto seco y se apolilla; pero, al pastillaje, lo único que le afecta es el polvo y la contaminación, por eso está todo recubierto en vitrinas.
Tenemos un montón de obras y están todas premiadas: la Academia de Caballería, que tiene premio a nivel mundial en Barcelona, el palacio de San Gregorio, que es una pasada y tiene primer premio y medalla de oro en Japón. Que para que te den un primer premio en Japón… ¡tela marinera! Está hecho a cartucho y es una filigrana total (recorre la vitrina con el índice y brillo en los ojos). En cartucho significa que se hace con un papel parafinado en cucurucho, donde se mete la glasa real, y se trabaja como si fuera una manga chiquitita a mano alzada.

¿Todos están hechos por tu padre?

—Todos.

¿No hubo nadie que lo siguiera?

—Mi hermano decía «Yo le ayudaba; pero como si él fuera el arquitecto y yo el albañil que le llevaba las tejas y las baldosas» (ríe). Es que era un artista… esto no hay nadie que lo haga. Mi hermano le copió, por ejemplo, en la colección de palomares. Pero claro, a este nivel… pues eso, se le puso muy alto.

¿Qué va a pasar con esto?, ¿qué quieren hacer cuando cierren?

—Pues mira, por de pronto lo vamos a dejar aquí y vamos a buscar un sitio donde lo podamos volver a exponer.

Me imagino que tendrán ilusión de que la gente pueda seguir disfrutándolo.

—De momento se queda en la familia, buscaremos un sitio para que las personas de Valladolid, sobre todo, puedan seguir disfrutándolo. Además, todos nos lo han dicho: «que, por favor, por favor…».

La historia que hay detrás de todo esto me parece maravillosa y ojalá que quede exhibido en algún lugar de la ciudad.

—Sí. Vamos a ver si encontramos un proyecto que nos guste, una sala o algo para poder volver a exponerlo.

Volviendo al cierre. Imagino que, con toda esa trayectoria, con ese montón de Cuberos en la espalda, habrá sido un poco complicado tomar la decisión.

—Pues sí, un poco complicado. Pero también llegas a una edad en que ya estás cansado y se nota. Son sábados, domingos, ferias, Navidades, Semana Santa… trabajando siempre; y llega una edad en que tienes hijos y nietos y quieres disfrutar un poco, sobre todo de los niños.

Para terminar, dos últimas preguntas. ¿Cuáles han sido los dulces más exitosos?

—La verdad es que tenemos muchos porque trabajamos con el santoral. Tenemos las roscas de reyes, el pan de San Antón, el pastel de las águedas, el pastel de los enamorados, en Semana Santa las torrijas, las pastas del penitente y así. Vamos trabajando todas las épocas del año y en cada una hay artículos de temporada que se venden muy bien. Siempre hay un dulce típico para cada fecha del año.

¿Qué van a hacer el primer día que cierren?

—Yo creo que la cabeza nos va a hacer eco porque estoy todo día hablando y hablando. Hay veces que decimos que nos gustaría ir a algún sitio donde no hubiera nadie, ni ovejas (ríe).

Gracias y buen descanso.

—Muchísimas gracias.

Nines me despide con dos besos y con una caja de tejas de almendras, que en los próximos días dosificaré como las raciones de un náufrago. Antes de salir, me doy tiempo para tomar un café mientras guardo los equipos. Con el amargor de la nostalgia del presente, como el del café que estoy alargando, recorro con la vista el salón lleno de gente que conversa animadamente en las mesas; y la ironía me hace sonreír.

Artículo publicado en Periódico Nuevo Ático el 15 de junio de 2023. Disponible aquí. Ilustraciones: Javier Calles-Hourclé.

Existen muchos tipos de ciudades. Metrópolis interminables, grises ciudades industriales, animadas ciudades universitarias e infiernos turísticos, inclusive. También hay variedad de museos: de ciencia, históricos, de historia natural, arqueológicos, de cera… pero hay un museo único. Un museo mágico, que esconde una pequeña ciudad. Tan pequeña como monumental. Tan monumental como mágica. Una ciudad de azúcar.

El Museo del Dulce se oculta —cómo no— detrás de una confitería; y pertenece al universo de aquellas cosas que nacen fruto del arte, el oficio y el amor. Un mundo creado por la mano talentosa y apasionada del maestro Enrique Cubero; descendiente de una estirpe de confiteros, que exhibe con orgullo el nombramiento de sus abuelos como proveedores de la Casa Real por la Reina María Cristina de Austria.

Rodeado por miles de horas de trabajo, convertidas en réplicas perfectas de los monumentos de Valladolid y otras ciudades, converso con Nines, hija del maestro; casi en el mismo lugar en el que se lo ve posando con ropa de faena junto a la reproducción exacta de Santa María de la Antigua —o simplemente «la Antigua», para los vallisoletanos—, e igual de bella. Me lamento por no haber acertado en el tiempo para conocer al maestro. Su expresión en la foto, que decora la portada del librito que recopila sus premios y obras principales, se asemeja a la de un hombre sencillo e inquieto. Me conformo con conocerlo a través de su obra, del sabor de sus dulces y del brillo en los ojos de Nines que, con emoción, me relata su historia a días de dar fin al recorrido de la empresa familiar.

Nines, estamos en la recta final de una larga y exitosa trayectoria.

—Sí. Nosotros, como empresa, empezamos con mi padre en el año 1953; pero aquí, en la calle Pasión, estamos desde hace cuarenta y tres años. Entonces, ya nos ha llegado la edad de la jubilación. Bueno… a mi hermano ya se le ha pasado, porque tiene sesenta y ocho años; y, aunque nos daba pena dejarlo, ya ha llegado un punto en que hay que hacerlo.

Descendemos de una familia de pasteleros-confiteros. Mis bisabuelos ya se dedicaban a las almendras y nosotros somos la cuarta generación. Tenemos diplomas de 1897 y 1902 de la reina María Cristina, segunda esposa Alfonso XII, por los cuales los reyes los nombraron proveedores de la casa real. Eso significaba que ellos no necesitaban un salvoconducto para entrar al palacio y podían ingresar a vender sus productos.

También tenemos el Museo del Dulce, que era un sueño de mi padre. Hacer obras en pastillaje y recogerlas todas en un museo.